sábado, 7 de mayo de 2011

Los candados de la desesperanza




Cuando las alternativas de una vida mejor han desaparecido, imaginar caminos en lo incierto hace al ser humano aferrarse a la fantasía



Orlando Ruiz Ruiz

En Logroño, la ciudad española donde hace más de dos siglos la riqueza que trae consigo la vendimia es supuesta garantía de bienestar para todos sus moradores, despertó mi atención, junto a sus bodegas con subterráneos de leyenda y sus calles de bares pintorescos, la proliferación de un singular ornamento: los candados.

En las barandas metálicas de los puentes se exhiben centenares de estos objetos, sujetos al acero como para no dejar escapar la esperanza. Algunos cuentan que es un detalle de las parejas enamoradas; otros, con más objetividad, aseguran que con tal acción los jóvenes tratan de aferrarse así, de modo simbólico, al existir en una sociedad donde sus ilusiones se desvanecen.

Las razones para tal deducción están claras. Cada año en la pequeña capital de la comarca riojana más de mil mujeres y centenares de hombres se ven obligados a ejercer la prostitución para sustentarse, merced a los dueños de prostíbulos que obtienen de ganancia varios cientos de miles de euros anuales.

Pero no es únicamente el meretricio indeseado el mal que aflije a la población riojana. Más de 4 mil personas fueron identificadas aquí como sin hogar solo en el 2010, en lo que representa una de las cifras más altas de la década, según lo denuncia de un periódico local. A la vez que dentro de esta población marginada, que cada vez tiende a hacerse más joven, las drogas van ganando terreno cada vez más.

Al respecto una reportera de Rioja2.com ha dicho: “Las personas sin hogar son la nada dentro del todo, son la fisura que viene a recordarnos que nuestra estructura social, calidad de vida, bienestar… por sólidos que a veces puedan parecer, tiene fallos”.

La cifra de los que no disponen de un techo incluye a temporeros que tras la vendimia se encuentran fuera de su lugar de origen, sin trabajo y sin recursos, y también a una población fija de ciudadanos que por causas familiares u otras razones han tenido que abandonar el lugar donde habitaban. Investigadores sociales hablan de 30 mil personas sin hogar en toda España. De esta cifra unos tres mil son madrileños; dos mil se mueven en las calles de Barcelona; mil 100 en Valencia y 400 en Zaragoza.

Para ocultar la desfavorable imagen, de continuo se hace un conveniente “lavado de cara” en los núcleos urbanos: en las plazas van despareciendo bancos y en las paradas de autobuses las marquesinas y otros potenciales cobijos, de modo que estas personas no puedan dormir en ellos. Por ejemplo, la mayor parte de los sin hogar que residen permanentemente en la ciudad de Logroño se refugian en chabolas y edificios industriales fuera del centro urbano. Según testimonio de la reportera Eva Carmen del Río, esta ausencia reduce, erróneamente la idea del conjunto de ciudadanos sin hogar a la imagen del mendigo.

El Ayuntamiento riojano ha habilitado un albergue municipal, como en otros lugares de la península, que permite a algunos de estos sujetos víctima del desamparo alimentarse y protegerse del frío invernal, que puede descender a menos de cero en Logroño. Pero tal acción está muy lejos de las medidas que se requieren para devolver el bienestar y las seguridad a los sin techo. Hay que cambiar las reglas del sistema que excluye a los desposeídos, dejándolos sin posibilidades de existir dignamente, aun en ciudades como Logroño, donde a despecho de su riqueza vinícola, falta el trabajo y la auténtica seguridad social medra en el olvido.

Quizás muchos de los candados sujetos al puente del Ebro los hayan puesto jóvenes abandonados por la sociedad en que les toco nacer y donde son víctimas del desempleo y la pobreza más honda. Es la única forma que encuentran de aferrarse a la vida.