Por Orlando Ruiz Ruiz
Hará muy pronto veinticuatro años llegaban a nuestros oídos, escurridas entre la racha untada de salitre del malecón habanero, las evocadoras notas de esa melodía que abre cada diciembre las puertas del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Pero aquel quince de diciembre de mil novecientos ochenta y seis ocurría en La Habana un suceso trascendental, se inauguraba la Escuela Internacional de Cine Televisión y Video, de San Antonio de los Baños, una especie de templo para la magia del celuloide.
Mito, leyenda y realidad, la majestuosa presencia de esta escuela única en medio del campo habanero tiene como un embrujo. Y quizás sea porque aquí la fantasía suelta sus riendas entre el paisaje para hacer más rico el espíritu del hombre y más palpable el alma gigante de los pueblos del Sur. De sus aulas, y no se asombren, han salido auténticos genios de la cinematografía, pero más que eso, las enseñanzas descubiertas por miles de jóvenes a la sombra de la bougambilia y los cocoteros de su floresta atrevida, han servido para poner alas a muchos sueños raigales de este continente de olvidos y pesadumbres.
Y miren ustedes si es un tesoro la memoria guardada entre los muros de esta cátedra para un cine nuevo, que en todo su ámbito habitan las retumbantes voces de Gabriel García Márquez, Fernando Birri y otros inmensos caballeros de la ficción, que desgranaron su sabiduría sobre los oídos ávidos de quienes llegaron hasta las márgenes del Ariguanabo para multiplicar, sobre el olvido de los macondos de América, esos relatos que son el espíritu mismo de los pobres, a quienes han arrebatado su memoria en cien años de soledades y miserias. Así es esta escuela, una estampa sin par entre el pródigo jardín de la cultura ariguanabense.
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