martes, 18 de mayo de 2010

Ebrio de luz y hambriento de pelea





José Martí contemporáneo, óleo del pintor José Delarra



Por Orlando Ruiz Ruiz

Tal como ha sentenciado uno de sus estudiosos, cuando José Martí cayó en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895 “obró acorde con la idea moral expresada a su madre en cariñosa carta antes de partir para la guerra: el deber de un hombre está allí donde es más útil”.

Fue a la batalla consciente de los peligros de la muerte, y no deliberadamente a morir como algunos han afirmado.

Lleno de optimismo contempló el quebrar del alba aquel domingo de fatídico signo. El día antes, ya oscureciendo, había llegado al campamento de La Bija, donde se hallaba el general Bartolomé Masó, con quien deseaba con ansias encontrarse.

Diversas interpretaciones han sido escritas acerca de la actuación del Héroe en aquel combate, que no solo era el primero para él, sino también para no pocos bisoños soldados que allí pelearon. La tropa de la que formaba parte se vio de súbito en medio de un combate inesperado en el que prevaleció la confusión entre las huestes cubanas, ya que al parecer, accionó primero que todo la fogosidad patriótica y guerrera antes que la táctica y la estrategia militares.

Como acertadamente aseverá el historiador mambí Manuel de la Cruz, Martí no murió “porque, jinete inexperto, el brioso caballo que montaba lo llevase en frenética carrera hacia las filas españolas, sino porque se le presentó la ocasión, que perseguía con ahínco, de iniciarse en la vida de soldado. Cargó y tuvo la desgracia de caer herido de muerte por el ímpetu de la carga”.

En relación con este hecho el intelectual patriota, Gonzalo de Quesada afirmó también: “ Desde que Martí inició su vida revolucionaria militante tuvo la inquebrantable decisión de nunca rehuir el peligro, de llegar al más grande de todos los sacrificios, de dar su vida, de ser necesario, por su patria, por ser fiel a sí mismo, y de asegurar con esa inalterable postura moral suya el más alto respeto y la permanente vigencia por su vida y su obra”.

No murió en Dos Ríos porque se sintiera desalentado por sus discrepancias con Antonio Maceo o Máximo Gómez, a quienes siempre amó y admiró, y de lo cual dejo constancia irrebatible; conocía de los antagonismos entre los hombres y tenía confianza en sus posibilidades de persuadir y convencer a quienes disentían de sus opiniones.

Su caída en combate, con solo 42 años, lo imortalizó. Hoy sus ideales apresados en la prosa y el verso siguen batallando sin tregua ni reposo frente a los antiguos y los nuevos enemigos de la Patria que tanto amó.

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