martes, 6 de julio de 2010

Mi grito








Ahora que la amenaza de una potencial guerra atómica nos sobrecoge, no son pocas las personas en el mundo que alzan su voz denunciadora para condenar la deshumanización y la barbarie. Aprovecho también para elevar mi grito, y tomo prestada al colega Michel Contreras esta crónica triste y luminosa que aumenta la fuerza de mi garganta.


Mil grullas por la vida

Sadako Sasaki era una niña como las demás. Había nacido en Hiroshima, y tal vez al crecer se hubiera inclinado por la enfermería o el canto. Pero Sadako tuvo mala suerte, porque solo contaba dos años cuando una bomba inmensa devastó su ciudad, y ella quedó expuesta a los efectos de las radiaciones.
A los once, mientras correteaba con otras chiquillas, cayó al suelo. Entonces descubrieron que Sadako padecía leucemia, conocida como "enfermedad de la bomba A". Su sangre estaba enferma...
Chizuko Hamamoto, su amiga del alma, le recordó la vieja tradición del Senbazuru, según la cual si alguien realiza mil grullas de papel, los dioses le conceden un deseo. Y Sadako quería sanar, y volver a correr por el pasto, y se entregó a la creación de aquel millar de aves.
Pero no tuvo tiempo. Estuvo ingresada durante más de un año, y con el papel de los botes medicinales había completado 644 grullas cuando cerró los ojos para siempre.
Unos 65 años después, justo el siete de abril de 2010, los medios noticiosos dieron cuenta de la muerte del especialista en armamento Morris Jeppson, uno de los hombres encargados de lanzar aquella bomba en Hiroshima.
A bordo del bombardero Enola Gay, el entonces teniente del ejército norteamericano ayudó a sembrar la muerte en un poblado lleno de civiles. Un poblado donde aquel artefacto explosivo -equivalente a 13 kilotones de TNT- incendió el aire al provocar una bola de fuego de 256 metros de diámetro.
El estallido destrozó los cristales de ventanas localizadas a 16 kilómetros, y se escuchó mucho más lejos. Media hora después, comenzó a llover polvo y hollín, acompañados por partículas radiactivas. La ciudad estaba casi completamente destruida.
El presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, había ordenado la acción, empeñado en forzar la rendición japonesa y precipitar el fin de la Guerra Mundial. Un nuevo tipo de armamento había entrado en escena, y ello debía infundir el miedo en el mando nipón.
Mas, sin dar tiempo a la capitulación del enemigo, tres días después otra bomba asoló Nagasaki, territorio que –como Hiroshima- tenía un casi nulo valor militar. La muerte, allí, también hizo su agosto.
Se estima que hacia finales de 1945, las bombas habían matado a 140 mil personas en Hiroshima y a 80 mil en Nagasaki, y que solo la mitad falleció en el momento de los bombardeos. El envenenamiento por radiación haría su trabajo con el resto.
(Tan tremendas nubes de hongo se elevaron hasta el cielo en aquellas desgraciadas ciudades, que mientras el Enola Gay se alejaba a toda velocidad de Hiroshima, el copiloto Robert Lewis no pudo contener la exclamación: "Dios mío ¿Qué hemos hecho?").
La humanidad no olvida. Por eso, Morris Jeppson será solo el nombre de un militar oscuro en los libros que cuentan la masacre, y Sadako Sasaki, el de una niña espléndida que quiso hacer mil grullas para evadir la muerte.
Nota: Desde 1958, una estatua recuerda a Sadako Sasaki en el Parque de la Paz de Hiroshima. En su base está escrito: "Éste es nuestro grito, ésta es nuestra plegaria; paz en el mundo".

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