domingo, 11 de julio de 2010

San Antonio de mi amor


Por Orlando Ruiz Ruiz

Cuando uno anda por estas tierras de La Habana, y piensa en sus pueblitos entrañables, no puede evitar ocurrencias que vale la pena contar.
Por ejemplo, yo he imaginado que San Antonio, así a secas, nunca será el nombre de esa villa singular acurrucada entre el verde de la campiña y el azul que la cobija; porque las tantas razones de su historia, hecha de matices inenarrables, aseguran con sustentación de sabios que San Antonio de los Baños bien pudiera ser también San Antonio del Humor, o acaso, San Antonio del Ariguanabo.
Y es que hay en este rincón alegre de la tierra habanera como una pasión perenne que se escurre entre los cristales del río y las mil y una caricaturas que guarda el Museo del Humor.
Los ariguanabenses se descubren, incluso lejos de su tierra, porque son hombres y mujeres de espontaneidad y sonrisa que te anuncian buena voluntad. Del pueblo en que habitan traen la anécdota de la Conspiración de las Viajacas, las leyendas de los baños vivificadores del río marcado por viejos cuentos de amor, o la historia del arte que enalteció a Abela y a Quidiello; pero, sobre todo, porque te ofrecen su picardía mezclada con la gloria de haber nacido en San Antonio del Humor.
Cuando alguien defiende que es hijo de San Antonio del Ariguanabo, lo hace con una mirada honda, extendida desde las copas altas de esos árboles del bosque martiano plantando con certidumbre amorosa por el buen Felo, ese martiano inveterado, que cómo el memorable Lauzán, Silvio o Delarra, siente que haber llegado por donde hay un río es una marca única para andar por el mundo.
Así, aunque algunos desamorados se refieran a este pueblo de titiriteros geniales y cultura eterna, llamándolo simplemente San Antonio, siempre habrá una voz infinita que grite a los cuatro vientos, ¡San Antonio del Humor!, ¡San Antonio del Ariguanabo! O, también con el mismo amor, ¡San Antonio de los Baños!

No hay comentarios:

Publicar un comentario